sábado, 29 de noviembre de 2008

Un grito


El otro día me dejó el coche tirada. Llevaba ya unas semanas dándome señales de alarma pero yo soy de las que apuran al máximo, hasta las últimas consecuencias. Sabía que algo no andaba bien pero así soy yo, pasota hasta límites insospechables. Seguramente moriré de una de esas enfermedades que si se trataran con algo de tiempo tendrían solución.
Si lo pienso, al final dará lo mismo porque, igual que mi coche de casi once años, todo un abuelete si lo equiparo con la edad perruna, creo que siempre andaré al borde de mis posibilidades, sintiendo, quizá, que mi vida hubiera tenido un poco de sentido en algún otro momento pasado. Supongo que para entonces será demasiado tarde y que las segundas oportunidades sólo pasan en las películas de superhéroes. Tengo el gran defecto de no ser consciente de la realidad que me rodea hasta que ya es imposible hacer nada.

Dejé el coche en la puerta del curro y me fui con un poco de mala leche a coger el autobús al Corte Inglés. Es que a esas horas, no tenía ninguna gana de esperar a la grúa, ni mucho menos de dar explicaciones a nadie del trabajo. Hacía un frío de la hostia. Me puse los auriculares para aislarme un poco más del mundo y eché a andar. Cuando llegué a la parada, todavía faltaba media hora para que pasara mi autobús. Crucé la calle y entré en el centro comercial con la única intención de encontrarme con un libro cuya reseña leí hace tiempo en un periódico nacional. Lo nuevo de Zafón, el niño del pijama a rayas… he de confesar que estuve a punto de comprar sólo por el impulso de gastar y, sobre todo, porque no encontraba ‘mi libro’. A punto de rendirme, ya había enganchado el betseller de la ‘Gárgola’, me topé con el título que andaba buscando, ‘Un grito de amor desde el centro del mundo’, de Kyoichi Katayama. Sí, lo sé, suena estúpidamente ñoño pero, sin saber muy bien por qué, sentí, cuando lo descubrí meses atrás, que tenía que leerlo.

Con los auriculares aún puestos, me subí al autobús, me senté al fondo y empecé a leer. Con la música y la lectura me olvidé del resto del mundo, incluso se me pasó el cabreo que tenía por lo del coche. Perder casi dos horas en el trayecto a casa, el frío y el olor a sudor que había en el autobús dejaron de importarme. A medida que pasaba páginas, empecé a relajarme, a disfrutar de la deliciosa historia de Katayama.

Al día siguiente volví a coger el autobús, esta vez de camino al trabajo. Eran las 6,30 de la mañana. Con el iPod en el bolsillo, el libro de Katayama en el bolso, los guantes de napa y un perfume de Dior impregnando toda mi ropa me dispuse a afrontar el trayecto con la misma armonía que el día anterior.

Comencé a leer, a pasar una página, otra, y otra…, a releer cada párrafo con detenimiento. Supongo que no tenía ganas de seguir avanzando, de terminar el libro a pesar de saber, desde el principio, cómo acaba la historia.

He añadido algunos comentarios al libro. Es una manía que tengo, de ahí que no sea muy aficionada a las bibliotecas y sí una compradora impulsiva en libros, ropa, perfumes y cremas. En cuanto a los primeros, me gusta pintarrajearlos, anotar cosas, a veces estupideces que sólo pueden tener sentido para mí, de ahí que no me guste prestarlos.

Esta mañana he ido a recoger el coche. Por suerte, no me va a costar demasiado la gracia. Tampoco tendré que levantarme a las 6 de la mañana para coger el autobús ni ponerme los auriculares para que nadie me moleste. En cuanto a mi libro, apenas me quedan unas páginas para terminarlo. No sé si darle un par de días de tregua antes de acabarlo o abandonarlo definitivamente en la estantería durante, por lo menos, un par de años más. Lo cierto es que no me atrevo a ponerle punto y final. No quiero que se acabe.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Los adoquines de Praga III


Poco más de tres meses han pasado desde mi último viaje, y en mis dos entradas anteriores no he podido contar todo lo que aquella ciudad tan increíble me ofreció.

Para los del hotel supongo que seríamos un par de turistas más, eso sí, totalmente diferentes al resto de la peña que había alojada allí (nunca mostrábamos el ticket que nos identificaba como residentes del hotel las veces que bajamos a desayunar y jamás nos tomamos ni un sorbito de cava. ¡Los turistas allí, beben alcohol a las 9 de la mañana!!! Si al menos nos hubieran ofrecido Freixenet… (en el Tretters’s, te lo dan como si fuera una auténtica delicatessen).

Nuestro Palace Atenea, tenía cierto aire romántico, la verdad es que no tenía ascensor pero para tres plantas... el machote de recepción te sube las maletas de una ‘tajá’mientras tú sólo miras. Era más majo… Además, justo al abrir la puerta, suena una archiconocida melodía de Mozart; cuando llegas a las tantas te da un poco de palo porque despiertas al chaval de recepción que ya anda en el sofá, disfrutando casi del segundo sueño. Qué le vamos a hacer, es su trabajo. En el pasillo que lleva a recepción puedes ver un montón de artículos a la venta entre los que destacan los productos de Ives rocher (esos cutrecillos que te regalan al hacer un pedido). Un poco heavy sí, pero bueno, hay que venderle al turista lo invendible, suelen ser pardillos en todos los países.

Una madrugada, después de abandonar el barrio judío medio ‘piripis’, nos pasamos por el centro, en la arteria principal que cruza Wenceslao para comer algo. Allí, además de estar todas las tiendas de ropa (Promod, Zara, Mango…) hay un montón de pubs, incluso un Mc Donalds 24 horas. Me pedí lo que siempre pido cuando voy a estos sitios, ‘un menú Mc pollo y una botella de agua’. Nos sentamos en la terraza (a esas horas no te dejan quedarte dentro) y contemplamos al resto de la peña que había por ahí: unos extranjeros italianos, todos tíos.
Mientras comíamos, vimos cómo se acercaba un tipo muy raro. Metro noventa más o menos, pasamontañas, ropa militar y una mochila. Acojonaba un huevo. Me vino a la mente la película “Desmembrados”, donde unos mercenarios locos de Europa del Este, viven en los bosques esperando encontrar autobuses de turistas en el camino para, lógicamente, desmembrarlos.
Los italianos salieron ‘por patas’ (el tipo daba miedo de verdad), mientras, nosotras éramos incapaces de apartar la mirada de aquel extraño individuo. Entró en el local, se dio una vuelta y con las mismas salió para detenerse en el escaparate de una tienda que había al lado. A la mañana siguiente, escuchamos un montón de sirenas y pensamos que, a lo mejor, aquel individuo del pasamontañas, la había ‘liado parda’ en la calle.

Otro día, tal y como señalaba nuestro travelling prestado por un generoso administrativo bancario, pasamos por la taberna del soldadito Svejk, famosa por sus almendras, sus entremeses típicos, las historietas que cuentan sus paredes y los músicos que entonan canciones tradicionales a los que no puede pagarles con la calderilla que te sobra, sólo con los “billetes” que vas echando en el saxofón). ¡Tienen un merchandising de la hostia!
En este local unos ‘viejunos alemanes’ nos invitaron a unos chupitos de becherovka y se empeñaron a que tomáramos café en su mesa. Nos tomamos los tapones y, lógicamente, rehuimos amablemente lo de estar ‘codo con codo’ en la misma mesa. Nos preguntaron lo típico, que dónde éramos, si teníamos novio, el equipo de fútbol de nuestra ciudad... Supongo que se quedaron medio impactados por nuestro escote (y que éramos más jóvenes que sus mujeres (¡que seguro que tenían!). El caso, es que nos dieron a entender que las españolas somos muy ‘recatadas’ y que mucho palique pero nada de “tiqui taca”. ¡Joder, si hubiera tenido delante al negrito de CSI o al amigo de Spiderman…!, otro gallo cantaría. En fin, una que es muy diplomática y “recatada”.

He de volver, con un poco más de frío, con escala en París y de la mano de mi alma gemela, donde quiera que esté.

Los adoquines de Praga II


Mmm, a ver, ¿dónde lo dejamos? Ahh sí, en la discoteca de la Herzigonova. El sevillano andaba restregándose con la austriaca en la pared, el cordobés se bebía su cubatilla a cámara lenta mirando cómo su colega se ponía las botas, el brasileño, después de tantear el terreno, decidió desaparecer buscando, quizá, sangre fresca en otro piso de la discoteca. Al final conoció a una chica muy mona (a la que también le iba el ‘rollo exótico’), la pena: que no sabía hablar ni ‘papa’ de inglés ni de castellano (of course), así que no hubo preliminares, ni rollo, ni nada. Qué pena, habrían salido unas criaturas preciosas…

Con tanto alcohol en las venas, me entraron ganas de ir al baño. Dejé a mi colegui con el cordobés y el brasileño debatiendo de si ir al foso (pista de baile) o no. El baño estaba relativamente cerca, pero me costó trabajo llegar. Al entrar, una mujer con los dientes de oro me dijo algo en un idioma chirriante pero totalmente comprensible: Que no entrara, coño. Aún así, me la jugué, entré. Imagino que se cagaría en toda mi raza, difuntos y demás seres allegados porque esas cosas son universales (¡y porque sus ojos estaban a puntico de saltarle de las cuencas!). Da igual que no entiendas ni jota, el gesto, la pose y el tono lo dicen todo…Cuando alguien te jode es que te jode en todos los idiomas; y que uno siempre tiende a pensar en que le están jodiendo. En fin, que yo entré al puto cuarto de baño porque me meaba encima y la muchacha de la limpieza, con su brillante dentadura, me hizo un placaje al más puro estilo americano. Supongo, que también estaría hasta los huevos de tanta ‘guiri’ meona. Comprensible.

Nos largamos de allí a las cinco de la mañana. En la puerta, y con una lluvia incipiente, nos pusimos a cascar con un grupillo de españoles que tampoco sabían muy bien qué hacer. El brasileño tenía cierta prisa, a las seis de la mañana sus coleguillas seguían el itinerario europeo y dado que no se había comido una rosca… creo que era la mejor opción que tenía. Mejor probar suerte en otra ciudad. Unos chavales de San Sebastián, unos madrileños y un tipo francés nos enzarzamos en un diálogo de esos que sólo pueden sostenerse en plena madrugada, con el alcohol en vena y con la certeza de que jamás volverás a coincidir con ninguno de los contertulios.

Recuerdo que el francés aprovechó el parón en la puerta para preguntarme si era ‘egipcia’. Al parecer el pañuelo bicolor que saqué para resguardarme de la lluvia le había confundido... ‘Pues no’, ‘pero si lo fuera… ¿Qué pasa?, ¿acaso tienes algo en contra de los egipcios?’ Le espeté al chavalín… Entonces se acercó uno de los madrileños y se puso a despotricar en contra de los franceses… El tipo se mosqueó y se largó.

Los de San Sebastián se empeñaron a ir no se dónde a ‘tomarnos la última’, como si estuviéramos en Torrevieja, vamos. Como íbamos borrachos, los madrileños, mi colegui y yo les seguimos… Llegamos a la Plaza Vieja y nos hicimos una foto. Aquí, volvieron a meterme mano. Hijos de puta…

A escasos metros, el Reloj Astrológico… Sin el tumulto del día, y a esas horas, parece descansar plácidamente.