sábado, 24 de enero de 2009

De vuelta al principio..., capítulo...


No tenía pensando salir en Nochevieja aunque al final lo hice. Fui al bar de siempre, bueno, al que iba cada fin de semana hasta que el ‘Triángulo de las Bermudas’ en el que andaba sumergida reventó, tragándome por completo.

Digo ‘Triángulo de las Bermudas’porque, por aquella época, hará unos cinco años, una amiga y yo andábamos colgadas del mismo tipo.
Tengo ‘el privilegio’ de haberle conocido antes. Sí, fui la primera en enrollarme con él. Cuando menos ganas tenía de conocer a nadie, va el tipo este y se interesa por mí. Mi libido, por aquel entonces, andaba más muerto que vivo así que apenas puede darle alegrías al chaval. Mi carácter, agrio e impertinente, hizo el resto. Tres o cuatro desplantes después, cansado, me juró una amistad ‘pura y sincera’ para el resto de los tiempos.
Supongo que mi soberbia no me dejó ver más allá. Pensé que lo suyo sólo era palabrería y que, en cuestión de chasquear los dedos, lo tendría otra vez rendido a mis pies. Soy demasiado egocéntrica, en ocasiones tiendo a pensar que todo gira en torno a mí. Fue entonces cuando mi amiga, su amiga también, empezó a cobrar importancia en la historia.
Ella me confesó que ‘le gustaba’ y que ‘qué me parecía’. Me jodió un huevo, para qué voy a andarme por las ramas. A partir de aquel momento supe que tenía todas las de perder. El vértice de mi triángulo empezó a hundirse. Quedábamos los tres, en nuestro bar, fingiendo que todo iba igual que siempre y que, ante todo, éramos ‘coleguitas’. Mi corazón salió escaldado. Él se quedó con ella, ella se olvidó del resto del mundo y yo no tuve ganas de aparecerme más en sus vidas.

Casi cinco años después volví al bar de siempre. ‘Baby`s on fire’, de The Creepers, suenan a toda pastilla, justo como recordaba. Algunas cosas no cambian, otras... no tiene remedio. Ellos ya no están juntos y yo… sigo igual que siempre.

sábado, 10 de enero de 2009

El zorro

Hace unos días tuve una visión maravillosa (por lo menos para mí). De vuelta a casa, tarde, como siempre, y con el abrigo incrustado al pellejo, me crucé con una criatura que, aunque parezca mentira, sólo había visto en los documentales de National Geographic: un zorro.

Circulaba por una carretera secundaria, de esas que terminan desembocado en caminos aún más estrechos, ‘perdidos’ e irreconocibles incluso para los GPS más modernos. Todavía quedan lugares alejados de todo donde, ni el Google Earth, con sus ‘poderes mágicos’, consiguen llegar. A pesar de estar relativamente cerca de casa, y de poder echar mano al móvil en una situación de emergencia, uno puede sentirse a miles de kilómetros de distancia. ¿Increíble, no?

Con la noche recién plantada y las luces navideñas parpadeando en las casas que encontraba a ambos lados de la carretera, conducía pensando en todo el trabajo que me esperaba al día siguiente.

Sin música que escuchar y sin nada especial que hacer al llegar a casa, por momentos, desconectaba de mis pensamientos fijándome exclusivamente en los árboles de Navidad que encontraba a mi paso. Me gusta contarlos, no sé, supongo que es una manía que tengo desde hace tiempo, además, me distrae.

Aquella tarde no había estrellas, ni luna… sólo un cielo gris, espeso, intoxicado por el humo de las chimeneas. Conducía por inercia, deseando llegar a casa y someterme al calor de la estufa y de la compañía de mis felinos remolones.

Aunque todavía no era demasiado tarde, no me crucé con nadie en la carrera. Fue entonces cuando aquella criatura, perdida y ajena al paisaje que yo creía conocer, invadió mi camino. No es que me viera obligada a frenar bruscamente, el animal cruzó con desparpajo la carretera al trote, a un par de metros escasos de mí, con tiempo suficiente para que nuestros ojos se cruzaran y se intercambiaran un mensaje indescifrable. Me paré en medio de la carretera, apoyé los brazos al volante y, escribiendo mi nombre en la luna del cristal, pude ver por el retrovisor cómo el zorro se alejaba en línea recta.